Salas de Arte Virreinal y Siglo XIX

Guadalupe y Nepomuceno


Podemos ver aquí piezas que ejemplifican de forma concreta las diferencias que podía generar el culto religioso a una imagen o santo, por parte de un público variado. En este caso se trata de dos temáticas desarrolladas en la Nueva España, principalmente en el siglo XVIII, cuando la Virgen de Guadalupe y san Juan Nepomuceno alcanzaron gran popularidad.

El caso de la Virgen del Tepeyac, su culto ilustra fenómenos intensos y particulares. La leyenda de su aparición, publicada en 1648, se remontaba a un siglo anterior. Sin embargo, el culto se hizo aún más popular en el siglo XVIII, a partir de 1730, por una serie de sucesos, entre ellos, la curación de una peste que atacaba principalmente a los indígenas, que dieron como resultado que se le jurara patrona de la Ciudad de México y de la Nueva España.

La narración de que la Virgen se había estampado en el ayate del indio Juan Diego, la hacía una imagen creada por la divinidad, además de ser capaz de obrar milagros. Por ello, cuando los artífices la copiaban, lo hacían de la manera más cercana posible al “original”, sin transformar sus rasgos básicos; sumando en algunas ocasiones la representación visual de los sucesos en cuatro o cinco escenas.

Los pintores se quejaban de la dificultad de representarla de manera idéntica, por lo que un grupo de artistas y académicos de mediados del siglo XVIII sacó una calca que circuló entre el gremio de pintores y permitió mayor exactitud. Por ello, pese a las diferencias en la habilidad de los artistas, o sus tradiciones locales, o el gusto por más o menos adornos, la Virgen de Guadalupe se representaba sin variantes sustanciales.

El caso de san Juan Nepomuceno fue bastante diferente. Fue promovido por los jesuitas a principios del siglo XVIII como protector del secreto de confesión y en contra de las maledicencias. Se contaba que el santo había sido torturado por guardar la confesión de la reina de Bohemia. Su culto revivió por un milagro asociado a la reliquia de su lengua, por lo que ésta se volvió uno de sus atributos. La representación del santo varía según la escena que se quería narrar; solía ser representado con una muceta blanca, colas de armiño, así como con bonete doctoral.

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